1.2. El enfoque cultural aplicado a los medios audiovisuales y su contextualización histórica

Siglo XXI, año 2022, predicciones de lo que interpretaban que sería el futuro en películas como: la cinta Alien intruder(1993, Ricardo Jacques Gale), donde los seres humanos viajan frecuentemente al espacio exterior y recurren a la realidad virtual para ejercer sus fantasías sexuales; Stoylent Green (1973, Charlton Heston), que describe una humanidad sobrepoblada, contaminada y desabastecida; o La Purga (2013, Ethan Hawke), que presenta un Estados Unidos en el que un partido totalitario ha tomado el control y lo ha convertido en un mundo casi libre de delitos debido a una ley que permite ejercer cualquier crimen una noche al año.

Sin embargo, llegamos al año 2022 y, aunque la realidad cuenta con tintes de todas ellas, parece que lo que verdaderamente causa pavor es ver un pezón en Instagram.

La censura se ha adueñado del discurso sobre lo que está bien o está mal de cara a la sociedad. En ella, asumimos como inevitable que la dialéctica entre libertad de expresión y censura se conjugue a partir de las polémicas y controversias públicas. A través de la digitalización, la relación entre medios ha ido guiando a sus consumidores hacia una interactividad sin precedentes, la colaboración es fundamental y el sentimiento de que a alguien le importa nuestra opinión más aún. El problema o beneficio, según quién lo interprete, es que todos nos convertimos en generadores de un discurso donde las redes contribuyen actuando, no solo como herramienta de socialización y generación constante de contenidos, sino también como plataformas con las que asentar conceptos y trabajar en transmitir visualmente lo mejor de nosotros mismos. Pero, ¿dónde nace el planteamiento del marketing digital de nuestras propias vidas?

En el chapucero intento de presentar el tráiler de las vidas que verdaderamente nos gustaría vivir en lugar de las nuestras, dejamos de lado el “¿por qué?” lo hacemos para centrar el foco sobre el “¿cómo?” hacerlo.

Y es que esta sociedad occidental americanizada de capitalismo atroz y desmedido, ha pasado a una nueva fase, una en la que los principales productos somos nosotros y necesitamos prostituirnos diariamente para llegar al objetivo que los moldes han fijado: cumplir el canon. Es como si alguien susurrara constantemente en nuestros oídos un eslogan que nos condujera a ello: “si te esfuerzas por ser X tendrás una pareja trofeo, dinero y trabajo dónde y cómo quieras”. ¿No es eso demasiado sencillo? ¿Realmente ese es nuestro precio de venta?

En este marco teórico, profundizar en el motivo por el cual calcamos estos comportamientos es fundamental.  Para ello, es necesario que pasemos de leer este texto como generadores de contenido en redes a leerlo como espectadores de las composiciones audiovisuales que nos rodean y de las que ni si quiera somos conscientes, concretamente de los informativos que se emiten en televisión.

A fin de cuentas, el espectador se mueve virtualmente dentro de las plataformas que consume a través de las técnicas de encuadre y edición, que permiten generar estímulos constantes y mantener la atención fija en el envoltorio antes que en la propia información que se cuenta. Esta cualidad de movimiento en el espacio audiovisual es también arquitectónica: la geometría que se construye en pantalla hace que el espectador se adapte y perciba la anatomía de lo que ve, es decir, que amueble la realidad de acuerdo a cómo se le presenta, sin tener por qué ser como su imaginación le dice que es; algo así como lo que ocurre en Origen (2010, Christopher Nolan).

Según algunos hallazgos de la neurociencia, el cerebro humano reacciona de manera similar ante las señales de movilidad corpórea o visuales. Lo grave de todo ello, es que este proceso de percepción termina por incluir la aparición de emociones, y las emociones están detrás de nuestras decisiones.

De este modo, la actualidad se ha colapsado de entretenimiento como principal medio de transmisión de la información. En el contexto español de los años noventa ya destacaba la internacionalización del sistema televisivo, y ficción e información no tardaron en convertirse en los dos grandes macrogéneros que sustentaban la atención. Esto no ha hecho más que desembocar en una hibridación del proceso televisivo, que solo consigue contaminar los géneros con los que dividimos nuestra realidad.

Quizá por ello las discrepancias religiosas, los conflictos políticos o las luchas culturales por una hegemonía se producen cada vez con mayor violencia. Ahora observamos algo parecido a lo que ocurría con los nazis alemanes que buscaban la hegemonía cultural a través de provocaciones y desafíos constantes en la Guerra de Rusia y Ucrania (2014 – 2022) a la que asistimos hoy.

Por un lado, el desarrollo de la tecnología experimentado tras la Guerra Fría (1953 – 1962) ha permitido la transmisión de contenidos en directo desde cualquier parte del planeta. Por otro, sigue habiendo conflictos que no existen a ojos de los medios de comunicación porque ninguna televisión informa de ellos. Las razones acerca de por qué se les cede mayor protagonismo a algunos hechos que a otros son todo un misterio contaminado por asuntos político-económicos, pero en esta ocasión vamos a centrarnos en los conflictos bélicos.

Como afirma Susan Sontag en su ensayo ‘Ante el dolor de los demás’ (2003): “Según un análisis harto influyente, vivimos en una sociedad del espectáculo. Toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de que sea real – es decir, interesante – para nosotros. Las personas mismas anhelan convertirse en imágenes: celebridades”. ¿Cómo iba a ser diferente en el caso de la guerra?

El control de la información inevitablemente se convierte en una estrategia en los conflictos bélicos, por ello gobiernos y ejércitos han intentado mantenerla a su favor siempre. Sin embargo, los avances tecnológicos en el mundo de las comunicaciones (televisión, Internet y redes sociales) han transformado los parámetros sociales, culturales y políticos. Así, estos cambios se han encargado de moldear la percepción de la opinión pública y han permitido nuevas formas de participación en la política. Al ser una materia de índole pública, la opinión popular está cada vez más expuesta a desarrollar sentimientos de aprobación o rechazo de una guerra.

Podríamos centrar el discurso en tres conflictos bélicos relacionados con los cambios producidos en las comunicaciones: La Guerra de Vietnam (1965 – 1975) marcada por el auge de la televisión, su expansión en los hogares en los años 50 y 60 y su camino hacia la madurez; la Invasión de Irak (2003 – 2011), que coincidió con la entrada de Internet y su masificación; y la  Guerra de Rusia y Ucrania (2014 – actualidad) junto al auge de las redes sociales que construyen la opinión pública alrededor del conflicto y de la polémica de los refugiados.

Esta fusión de desarrollos tiene un impacto directo en los conflictos y supone una transformación del periodismo, abriendo un gran debate entre el papel de los medios de comunicación y los poderes militares nacionales.

En este aspecto, podríamos tomar como punto de partida fotografías que reflejan lo que defiende Sontag en su obra, la saturación de contenidos que lleva a lo que aparentemente podría parecer insensibilidad a la propia actuación y organización de los contenidos televisivos para «incitar y saciar una atención inestable por medio del hartazgo de imágenes» (Sontag, 2004).

La niña del Napalm de Nick UT (Vietnam).

Aylan en la playa Ali Hoca Burnu en Turquía, por la reportera Nilufer Demir (Siria).

Aunque tampoco podemos olvidar el vídeo ‘Collateral Murder’ difundido por Wikileaks en el caso de Irak.

Sin lugar a dudas, los medios de comunicación desarollan un papel fundamental dada la influencia que pueden llegar a tener sobre las actitudes de las personas, direccionan sus miradas e introducen conmoción acerca de lo que les rodea. Con todo ello, podríamos concluir afirmando lo mismo que Sontag en su ensayo (2004): “Es absurdo identificar al mundo con las regiones de los países ricos donde la gente goza del dudoso privilegio de ser espectadora, o de negarse a serlo, del dolor de otras personas, al igual que es absurdo generalizar sobre la capacidad de respuesta ante los sufrimientos de los demás a partir de la disposición de aquellos consumidores de noticias que nada saben de primera mano sobre la guerra, la injusticia generalizada y el terror”.