1.3 La aplicación de la perspectiva de género a los medios audiovisuales

Una secuencia de apertura reconocible tras la primera nota, unos títulos de crédito impactantes y unos guapos y guapas oficiales de Hollywood parecen ser los ingredientes necesarios para que una producción tenga éxito. No importa el contenido, tampoco el guion, ni mucho menos la representación de los personajes que pretenden calcar nuestra realidad.

En los últimos años el panorama audiovisual ha sufrido grandes cambios. Por un lado, la tecnología nos ha permitido que contemos con nuevos canales y formatos que conviven y compiten con los de antes. Por otro, el papel del espectador ha evolucionado, ya no es un sujeto pasivo que recibe mensajes y contenidos, sino que ahora puede ser también emisor y creador de tendencias a través de su interactividad.

El analfabetismo queda más cerca de nuestras sociedades de lo que imaginamos, tan solo debemos remontarnos a la compañía de teatro que impulsó García Lorca para acercar a los pueblos españoles a la instrucción pública durante los años republicanos (1931-1939). Aunque ya hace casi un siglo de aquello, la sociedad no contaba con la educación necesaria para crear su propia opinión y desarrollar un pensamiento crítico, aquello no interesaba y si alguna conclusión hemos sacado de ello, es que en el mundo en que vivimos “el conocimiento es poder”.

Sin embargo, asistimos a una actualidad donde seguimos sin ser capaces de ser críticos con lo que vemos, posiblemente porque se han encargado de americanizar tanto nuestra visión del mundo que, por el hecho de compartir valores, parece que no hay nada malo en los comportamientos que normalizamos e imitamos y que provienen de una sociedad que busca vender a través del discurso de odio constante.

Lo que queda claro es que todos los productos audiovisuales son constructores de la realidad. Los directores a los que tanto admiramos son ahora arquitectos y creadores de lo que el antropólogo francés Marc Augé define como “no-lugar”. Este fenómeno no es nuevo, sino que lo observamos desde los inicios del cine, en los que se dio importancia al escenario, ya fueran lugares construidos artificialmente o paisajes naturales. Exteriores de fábricas, estaciones de tren o jardines privados protagonizaban las grabaciones de los Lumiére; mientras que G. Méliès en la película Viaje a la Luna (Le Voyage dans la lune, 1902) grababa todas sus secuencias en interiores y espacios artificiales propios del teatro.

En definitiva, el “no-lugar” se convierte en un espacio en el que nadie se detiene, una autopista o una habitación de hotel sin la suficiente importancia como para convertirse en lugar por sí mismas.

No obstante, no podemos hablar del “no-lugar” sin mencionar visiones más apocalípticas como la del arquitecto Rem Koolhaas en su texto ‘Espacio Basura’ (2002).  Ambas relacionan el mundo del cine con la arquitectura, donde el papel de estos tiene un impacto social sin precedentes. Tanto es así, que ya a principios de los años sesenta, los espacios comienzan a considerarse un medio de control urbano que desemboca en la alienación social. Al menos así se afirma en el texto ‘La Ciudad Genérica’ del propio Koolhaas, que plantea que esa homogeneización accidental que vemos en nuestras ciudades quizá no lo es tanto como creíamos, sino que se ha transformado en un proceso premeditado para llevarnos hacia la pérdida de la identidad de nuestras sociedades, con el objetivo de alcanzar lo genérico.

Esto mismo ocurre, no solo con los espacios, sino con la arquitectura del propio lenguaje audiovisual. En el cine, cada plano es capaz de transmitir por sí mismo una ilusión de inferioridad o superioridad intrínseca, cada enfoque redirige la mirada del espectador y da a entender algo a nuestro subconsciente. A fin de cuentas, hoy tenemos la capacidad de pensar y asentar connotaciones, pues desde la niñez nuestros cerebros actúan como esponjas al diferenciar lo que se considera “bueno” y “malo”.

Construcciones como la del “amor romántico” tóxico con la que nos hemos criado las generaciones “millennial” y “Z” sobre todo, oprimen nuestra interpretación de lo que nos rodea y nos conducen constantemente a esa distópica búsqueda del final feliz al que todos aspiramos. ¿Quién no ha visto Crepúsculo (Catherine Hardwicke, 2008), Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), Sabrina (Billy Wilder, 1954), Grease (Randal Kleiser, 1978) o casi todas en las que sale Richard Gere con unos años menos. Lo siento mamá, ser guapo está sobrevalorado.

Hemos llegado a un punto en el que sabemos poco acerca de qué hay más allá de Hollywood. La promulgación del pensamiento único nos está haciendo creer que no hay nada más que las producciones americanas u occidentales en general. De este modo, basamos nuestra existencia en dejar de plantearnos que quizá sí que hay más opciones que las que nos están mostrando. En este tablero de ajedrez, los intereses económicos y políticos crean nuestro imaginario colectivo, uno en el que quien tiene dinero es quien se adueña del panorama mediático.

De esta forma, nuestros códigos también son dependientes de la cultura a la que pertenecemos y, nuestra cultura se ha convertido en la “cultura de la censura”. Resulta irónico pensar en ello, teniendo en cuenta que para el tratamiento de las mujeres en pantalla no hay ninguna.

Películas como El último tango en París (1972), dirigida por Bernardo Bertolucci, director de otras obras más conocidas como: El último emperador (1987), Novecento (1976) o Soñadores (2003); con nueve oscars y una carrera larga y envidiable, entran perfectamente en la descripción del tema que tratamos. En dicha producción audiovisual, protagonizada por Marlon Brando y una actriz francesa llamada Maria Schneider, este director decidió junto a su actor principal, drogar a la actriz y violarla en pantalla. El propio Berlotucci se atrevió a decir en público en una conferencia de la Cinemateca Francesa, cómo planearon abusar de ella, que por aquel entonces tenía 19 años: “No quería que María fingiera su humillación. Quería que María se sintiera violada, que no actuara para que sus gritos y su llanto transmitieran al espectador una sensación verídica de rabia. Por eso ella me ha odiado toda mi vida”. Una conducta que ni si quiera fue penada por aquel entonces y que visualizamos más frecuentemente en la vida real de otros directores constantemente señalados como Roman Polanski, creador de obras tan reconocidas como: El pianista (2002) o La semilla del diablo(1968).

La representación de violaciones en pantalla se ha normalizado a pesar de ser un acto no consensuado. La mirada del hombre frente a la de la mujer domina el panorama audiovisual que precede las obras con las que contamos hoy, pues en este sentido nunca se cuestiona el impacto sobre la víctima, que acoge este abuso sin rechistar, dando a entender al espectador que no debe reconocer los hechos como una violación. Un claro ejemplo se visualizaría en Salida al campo(1936) de Jean Renoir.

Quizá, en la actualidad, una agresión sexual en pantalla no está tan bien vista como antes, al menos no una explícita. Sin embargo, la representación de la mujer como objeto sexual se apodera del panorama cinematográfico y es la encargada de alimentar el imaginario colectivo social. Mujeres en ropa interior, ceñida o sin ropa es todo lo que hace que una película de acción, comedia o romance pase a ser atractiva para todos los públicos. Películas sin sustancia alguna como Suicide Squad (David Ayer, 2016) se convierten en atractivas con la presencia de la actriz Margot Robbie con pantalones casi invisibles y medias de redecilla; todo ello acompañado por coletas propias de la construcción social de la inocencia. Algo, como ya sabemos, propio de la infancia y de lo que representa su personaje: ser seductora, el centro de atención, provocativa, emocional en exceso e impulsiva. ¿Nos están queriendo decir algo?

Esto es algo de lo que ya hablaba la crítica de cine Laura Mulvey en su ensayo ‘Placer visual y cine narrativo’ (1975), donde ella misma afirma que “En un mundo ordenado por el desequilibrio sexual, el placer de mirar se ha dividido entre activo/masculino y pasivo/femenino. La mirada masculina determinante proyecta su fantasía sobre la forma femenina que se estiliza en consecuencia. En su rol exhibicionista tradicional, las mujeres son simultáneamente observadas y exhibidas, con su apariencia cosificada para un fuerte impacto visual y erótico, de modo que se puede decir que tienen la connotación de ser-miradas”.

Así, las mujeres pueden ser observadas, tocadas y maltratadas al antojo de los hombres, pero también salvadas para ensalzar su figura; siempre bajo la visión de inferioridad.

Como la misma Laura Mulvey afirma: “La mujer, entonces, se erige en la cultura patriarcal como un significante del otro masculino, ligada por un orden simbólico en el que el hombre puede vivir sus fantasías y obsesiones a través del comando lingüístico al imponerlas sobre la imagen silenciosa de una mujer todavía atada a su lugar como el portador del significado, no como el creador del significado”.

Cabe destacar una cita de la escritora Iris Brey en su crítica cinematográfica ‘La mirada femenina, una revolución en pantalla’, que dice lo siguiente: “Hemos pasado por más de cien años de cine donde las violaciones estaban en todas partes en las pantallas, sin que estas representaciones fueran cuestionadas (…) o incluso a veces reconocidas como violaciones. Esto tiene un impacto, un innegable efecto, en la cultura en la que vivimos”.

Aun así, esto no solo ocurre en la industria cinematográfica, también tiene lugar en la musical, que se encarga constantemente de crear tendencias. Hasta ahora la sexualización de la mujer lo ha sido y lo sigue siendo. La gente joven confía en que lo que ve es lo que debe imitar, la industria de la moda replica las demandas que nacen en base a ello y crea el estilo e identidad dominantes.

Si el espectador consiguiera sentir la disconformidad de las mujeres oprimidas en lugar de su conformidad, las connotaciones que acogería serían muy diferentes. Esto es algo que comenzamos a ver en algunas producciones recientes como el video musical Rapin (2018) creado por Jenny Wilson y Gustaf Holtenäs, donde a través de la animación se narran las consecuencias explícitas de la violación y el impacto emocional que conlleva sobre la víctima.

Nos encontramos en un panorama en el que debemos atender a la necesidad de ver más allá de lo que quieren que veamos. La herramienta de la sexualización se ha transformado en otro de los muchos métodos de alienación y distorsión del “bien” y el “mal” que conocíamos en la infancia. Es nuestro momento de decir “no” a lo que el resto del mundo sigue diciendo “sí”.